A veces la ansiedad te arrincona sin necesidad de grandes dramas. Basta una semana complicada, demasiadas tareas abiertas, la sensación de que todo puede fallar en cualquier momento. En mi caso, trabajar en el mundo de las Tecnologías de la Información no ayuda: vivimos en un estado de alerta permanente, siempre expuestos a la debacle. Servidores que caen, actualizaciones que rompen lo que funcionaba, usuarios que necesitan soluciones ya. Y encima, al final del día, todavía debes ser capaz de dormir.
Fue ahí donde entró Epicteto. Llegué a sus Discursos buscando algo más que sabiduría: buscaba consejos. Lo leí en papel, casi como quien aferra algo físico para no perderse. Y, sorprendentemente, me ayudó a dormir. No por aburrimiento, sino por orden. Por ese recordatorio constante de que no puedo anticipar todos los sucesos. Que gran parte de lo que temo está fuera de mi control.
Epicteto cita a Sócrates varias veces, pero hubo un pasaje que se me clavó dentro: el final del maestro, sereno ante la muerte, sin rencor, sin fuga. Me recordó, inevitablemente, a Cristo aceptando su destino. Dos finales que no suplican, que no negocian. Dos muertes que enseñan cómo vivir.
«Nadie puede dañarte si no lo consientes», escribe Epicteto. Y no habla solo de enemigos externos, sino de los fantasmas internos que uno alimenta.

Epicteto y Sócrates representados en estilo clásico, acompañados de circuitos y pantallas, simbolizando filosofía frente al estrés tecnológico.
El estoicismo me ha dado algo que no esperaba: una grieta hacia lo divino. Yo, que pasé del ateísmo juvenil al agnosticismo argumentado, empiezo a intuir un orden más grande. No necesariamente un Dios con voz y barba, pero sí algo que sostiene, que respira a través de la naturaleza y del propio pensamiento. El estoicismo no impone la fe. La sugiere. Y a veces, la deja caer como una evidencia silenciosa.
«La libertad —dice Epicteto— es el único objetivo digno en la vida.»
Y ahora entiendo que no se refiere a la libertad exterior, sino a la interior. La de no vivir esclavo del miedo, del futuro, del “¿y si?”.
Epicteto no me ha resuelto la vida. Pero me ha dado una forma digna de habitarla.
No sé si me ha acercado a Dios.
Pero, al menos, ya no me siento tan lejos de mí mismo.
